Cuando nombré a mi bisabuela en el anterior post, pensé que sería bonito hacerle un homenaje desde aquí en representación de todas. Algo así como la madre de todas las abuelas. Mi bisa.
Yo, que presumía de tener tres abuelas. Ella, que presumía de hijos, nietos y biznietos en aquella mesa de la entrada con todas las fotos enmarcadas. Te hacía el árbol genealógico en un periquete, recordando cada nombre. Yo, que presumía, de que era de quien más fotos tenía y las contaba una y otra vez. Ella, que sonreía al vérmelo hacer todas las veces.
Ella, con su larga trenza, que a veces se convertía en moño. Yo, que siempre le decía que no era como las otras abuelas porque estaba muy delgada y no llevaba el pelo corto como las demás.
Ella, que nos esperaba cada semana y no faltábamos a la cita. Aquellos paseos hasta su casa a la salida del colegio para pasar la tarde con ella. Y cuando venía a vernos a nuestra casa, se bajaba sola en el autobús y siempre me compraba un palote en el kiosco.
Ella y su tradicional taco de calendario del Corazón de Jesús que le traían todos los años los Reyes y que se leía cada página de arriba a abajo.
Ella y sus rezos a San Antonio. Ahora siempre que veo uno dentro de una iglesia me acuerdo de ella.
Ella y su patio, con sus flores, y su pozo sin agua corriente. Y sus perritos que yo “adoptaba” cuando nacían. Y su pequeño corral, con sus gallinas y sus conejos. Y ese guiso que hacía como nadie más.
Ella y su verruga en la barbilla que se tapaba cuando le dabas un beso.
Ella y su piel con arrugas que tanto me gustaba tocar.
Ella y sus pañuelos en la cabeza. Ella y el color negro, enlutada desde que tenían 40 años.
Ella y su lucidez de cabeza hasta el último momento. Ella y sus refranes y sus anécdotas y sus consejos.
Ella y su nombre imposible porque había nacido un día de San Francisco Javier y que ella acortó a Paca.
Ella y sus celebraciones de cumpleaños, cuando no cabíamos en la cocina. Esa cocina de leña y ese brasero debajo de la mesa. Se fue tan solo dos días antes de cumplir uno más.
Nosotras y nuestros viajes en coche, juntas en la parte de atrás, diciéndome que confiaba en cómo conducía mi padre pero siempre rezábamos antes de salir. Y luego jugábamos a las adivinanzas y al Veo Veo.
Nosotras y nuestras bromas para el día de los Santos Inocentes que ella me enseñaba para luego gastárselas al resto de la familia.
Nosotras y nuestras tardes merendando viendo Barrio Sésamo, que no se a quién de las dos le gustaba más.
Nosotras y nuestras noches durmiendo juntas en Bilbao. Nuestras gomas de agua caliente para la cama. Y ese beso de buenas noches con nuestra pequeña conversación:
-Hasta mañana si Dios quiere.
-¡Cómo no va a querer, abuela!
Así hasta que no quiso 94 años después. Como ella decía, todos los niños deberían tener un abuelo. Tuve la suerte de disfrutarla 16 años, aunque la verdadera suerte fue tenerla a ella como bisabuela.
sábado, 28 de septiembre de 2019
martes, 17 de septiembre de 2019
Raíces
Una vez oí que todo el mundo debería tener un pueblo, aunque mi bisabuela era más de decir que todo niño debería tener un abuelo que le contase las historias pasadas, para mostrarle cómo era la vida antes.
En el fondo, es casi lo mismo si ampliamos el pueblo al concepto del lugar donde reencontrarte, recordar tus raíces, saber dónde está la gente con la que se puede contar, donde están tus recuerdos y tu infancia, sea un barrio, una aldea, la casa de tus abuelos, tu lugar de veraneo...lo que llamamos hogar.
Me dijeron que regresar a ese lugar era como quitarte 20 años de encima, rejuvenecer, saber que todo sigue igual, pero con 20 años más. Quizá haya otra gente pero con las mismas tradiciones o encuentres a las mismas personas que envejecieron a la vez que tú y vuelvas a hacer lo mismo de antes. Y vuelvas a ser el de antes.
Esto no significa anclarse en el pasado ni que cualquier tiempo pasado fue mejor. Me gustaba escuchar a mi abuela -y me sigue gustando- oír esas anécdotas de gente mayor que recuerda a la perfección cosas que para nosotros son inimaginables ahora. Estoy segura de que es la edad la que me lleva a recordar imágenes y frases que permanecen intactas en mi mente. Me pasó en un concierto de la gira EGB, donde me vi repitiendo de memoria eslóganes de anuncios, sintonías completas de las series y canciones de los 80. Es lo que ocurre con los encuentros de antiguos alumnos, donde corren torrentes de emociones, historietas por doquier y un sinfin de recuerdos bonitos de nuestro pasado que te hace ser feliz por un momento en el presente.
Contradiciendo la canción de Sabina que decía que “al sitio donde has sido feliz no debieras volver”. Y tú, ¿estás de acuerdo?
En el fondo, es casi lo mismo si ampliamos el pueblo al concepto del lugar donde reencontrarte, recordar tus raíces, saber dónde está la gente con la que se puede contar, donde están tus recuerdos y tu infancia, sea un barrio, una aldea, la casa de tus abuelos, tu lugar de veraneo...lo que llamamos hogar.
Me dijeron que regresar a ese lugar era como quitarte 20 años de encima, rejuvenecer, saber que todo sigue igual, pero con 20 años más. Quizá haya otra gente pero con las mismas tradiciones o encuentres a las mismas personas que envejecieron a la vez que tú y vuelvas a hacer lo mismo de antes. Y vuelvas a ser el de antes.
Esto no significa anclarse en el pasado ni que cualquier tiempo pasado fue mejor. Me gustaba escuchar a mi abuela -y me sigue gustando- oír esas anécdotas de gente mayor que recuerda a la perfección cosas que para nosotros son inimaginables ahora. Estoy segura de que es la edad la que me lleva a recordar imágenes y frases que permanecen intactas en mi mente. Me pasó en un concierto de la gira EGB, donde me vi repitiendo de memoria eslóganes de anuncios, sintonías completas de las series y canciones de los 80. Es lo que ocurre con los encuentros de antiguos alumnos, donde corren torrentes de emociones, historietas por doquier y un sinfin de recuerdos bonitos de nuestro pasado que te hace ser feliz por un momento en el presente.
Contradiciendo la canción de Sabina que decía que “al sitio donde has sido feliz no debieras volver”. Y tú, ¿estás de acuerdo?
domingo, 1 de septiembre de 2019
Camino
Septiembre. Ni un solo post en agosto. Un paréntesis.
Eso ha sido el verano, una mezcla de sol y playa y desconexión en el Camino de Santiago.
No fui a perderme, ni para encontrarme, no llevaba en mente propósitos concretos ni iba para cumplir promesas, solo para vivir una experiencia diferente y así ha sido.
Pero sí he descubierto o mejor dicho, redescubierto (porque en el fondo son cosas que sabemos, aunque las mantengamos ocultas en nuestra mente) muchas lecciones. Como me pasa en todos los viajes, he aprendido mucho, de mí y de los demás, de mi alrededor. Como los niños que son esponjas, así me siento yo viajando.
He aprendido dónde ponemos los límites y el poder mental. Todo pasa por la cabeza...y el corazón. Saber que puedes hacerlo porque quieres hacerlo. Nuestros límites están más lejos de lo que creemos, solo hay que forzarlos, alejarlos... y alcanzarlos.
Aprendí que cada uno hace su camino, no valen los consejos (salvo los prácticos) porque cada uno se lo adapta a sí mismo, no estás en las botas del otro. Como en la vida.
A buscar la voluntad, todos los días, para levantarse y caminar ...y seguir. Siempre seguir caminando. Porque el camino es como la vida, con sus piedras que hay que sortear, sus llanos, sus momentos al límite, sus paradas, sus subidas y bajadas...y su peso en la mochila, soltar para avanzar, ir con lo imprescindible, dejar lo superfluo.
Y apreciar los momentos, desde lo básico -la ducha, la comida, el descanso-, hasta la propia naturaleza, el silencio, pero también la charla con los amigos, la ayuda, la convivencia ... Porque, como en la vida, por el camino pasa mucha gente, algunos saludan, otros pasan fugazmente, a otros te lo vuelves a encontrar algún día y otros hacen el camino contigo, a tu lado, te agarran cuando caes y te abrazan al llegar a destino.
Y reafirmar que, como siempre, lo importante es el ahora, no pensar en los kilómetros de atrás ni en los que quedan, solo en dar un paso más y otro y otro ...y se hace camino al andar. Porque lo importante no es llegar, sino disfrutar el camino.
Eso ha sido el verano, una mezcla de sol y playa y desconexión en el Camino de Santiago.
No fui a perderme, ni para encontrarme, no llevaba en mente propósitos concretos ni iba para cumplir promesas, solo para vivir una experiencia diferente y así ha sido.
Pero sí he descubierto o mejor dicho, redescubierto (porque en el fondo son cosas que sabemos, aunque las mantengamos ocultas en nuestra mente) muchas lecciones. Como me pasa en todos los viajes, he aprendido mucho, de mí y de los demás, de mi alrededor. Como los niños que son esponjas, así me siento yo viajando.
He aprendido dónde ponemos los límites y el poder mental. Todo pasa por la cabeza...y el corazón. Saber que puedes hacerlo porque quieres hacerlo. Nuestros límites están más lejos de lo que creemos, solo hay que forzarlos, alejarlos... y alcanzarlos.
Aprendí que cada uno hace su camino, no valen los consejos (salvo los prácticos) porque cada uno se lo adapta a sí mismo, no estás en las botas del otro. Como en la vida.
A buscar la voluntad, todos los días, para levantarse y caminar ...y seguir. Siempre seguir caminando. Porque el camino es como la vida, con sus piedras que hay que sortear, sus llanos, sus momentos al límite, sus paradas, sus subidas y bajadas...y su peso en la mochila, soltar para avanzar, ir con lo imprescindible, dejar lo superfluo.
Y apreciar los momentos, desde lo básico -la ducha, la comida, el descanso-, hasta la propia naturaleza, el silencio, pero también la charla con los amigos, la ayuda, la convivencia ... Porque, como en la vida, por el camino pasa mucha gente, algunos saludan, otros pasan fugazmente, a otros te lo vuelves a encontrar algún día y otros hacen el camino contigo, a tu lado, te agarran cuando caes y te abrazan al llegar a destino.
Y reafirmar que, como siempre, lo importante es el ahora, no pensar en los kilómetros de atrás ni en los que quedan, solo en dar un paso más y otro y otro ...y se hace camino al andar. Porque lo importante no es llegar, sino disfrutar el camino.