Hoy hace un año emprendíamos viaje para comenzar la aventura del Camino Santiago...que viéndolo ahora en perspectiva fue toda una experiencia. Es algo a lo que tienes que hacer "check" en tu lista de cosas pendientes y marcarlo como realizado. Tenía muchos miedos e iba nerviosísima, y volví con muchas lecciones aprendidas en la mochila. Ya hice balance en el blog aquí, no te lo pierdas y vuelve a leerlo. Pero ahora quiero dejaros con un relato que escribí para un concurso de escritura de Galicia. Espero que os guste, es un pequeño homenaje a los peregrinos y la gente que trabaja en los albergues y... a la magia del Camino.
LAS DUDAS DE LA LLUVIA
Estaban a punto de apagarse las luces y Martín sabía el ritual que iba a empezar Héctor como hacía todas las noches desde que llegó a colaborar en el albergue de Paradela. A Martín le gustaba observarlo, aunque él disimulaba recogiendo papeles y ordenando. Con el paso de los meses, había cogido cariño a ese chico, trabajador y tan extremadamente tímido. Tanto que luego supo que tenía un grave problema y por eso Martín se sentía tan orgulloso de formar parte de su mejoría.
Ese era el momento en que comenzaba el silencio, ya no se oía el ruido de las duchas, ni los pasos de los peregrinos antes de acostarse. Con un poco de suerte se dormirían pronto porque al día siguiente había que madrugar y seguir caminando. Ya se habían acabado las consultas en la pequeña recepción que tenían en el albergue, habían sellado todas las credenciales y ese día habían vendido bastantes pulseras del Camino de Santiago. Tenían alojado un grupo numeroso de jóvenes, con unos monitores muy amables. Martín enseguida se dio cuenta que debía cederle a Héctor el protagonismo y dejarle hacer los papeles de la admisión. Había acertado porque pasó largo rato hablando con ellos, en concreto con una de las chicas más jóvenes.
Martín siempre pensaba lo mismo, que era una pena intimar porque sólo se alojaban un día, apenas unas horas, y después se marchaban. ¡Veían a tanta gente diferente en tan poco tiempo! Pero un día Héctor le dijo que eso precisamente era lo que le gustaba de aquel sitio, que aprendía mucho y que le estaba viniendo muy bien trabajar allí. Bueno, trabajar es un decir, era una colaboración altruista, aunque a Héctor le gustaba decir que lo que se llevaba cada día valía más que todo el oro del mundo.
No hablaba mucho y casi nunca de su problema, por lo que Martín no llegaba a saber qué pasaba exactamente. Tampoco le importaba mucho desde que empezó a notar un cambio. Héctor llegó a Paradela en su bici, a pesar de ser un día lluvioso, casi sin abrir la boca y apenas sabían nada de su vida personal.Sólo se dirigía a Martín para preguntarle lo estrictamente necesario y con un tono de voz que realmente le costaba oírle. Sudaba tinta e incluso temblaba levemente, pero había algo limpio en su mirada, como si se pudiera ver en su interior. Y por eso a Martín le gustó desde el principio.
Él era el encargado de ese pequeño albergue desde hacía años, y como siempre que se instala la rutina, había llegado el punto en el que realizaba las tareas mecánicamente. Pero Héctor se convirtió en un soplo de aire fresco.
Con el paso de los días le recordó cuál era la verdadera satisfacción de trabajar allí, en medio del Camino de Santiago, en dar posada a quien llega exhausto, apoyarles e intentar hacerles el descanso más ameno. Querían que se llevaran un buen recuerdo de aquella etapa. No obstante, se sentían profundamente orgullosos de su pequeño pueblo.
Los primeros días, tras enseñar todo el albergue, como no creía que fuera a valer para las tareas de la recepción, Martín le ordenó limpiar los baños y la cocina. Comprobó lo meticuloso que era y cómo dejaba todo impoluto. Trabajaba concentrado y sin distracciones, pero poco a poco Héctor comenzó a relacionarse un poco más, sonreía tímidamente a los peregrinos y empezaba a hablar con alguno ya sin temblar tanto.
Un día fue el propio Héctor el que le dijo que ya había acabado de limpiar y que había preparado un par de infusiones en el comedor para los dos. El chico le comentó cómo había llegado hasta allí casi por prescripción médica, precisamente para abrirse y conocer más gente. Martín enseguida comprendió era el momento de explicarle cómo se hacía el ingreso de peregrinos y desde el día siguiente, empezaría a colaborar en la recepción.
A la noche, cuando se instauraba la calma en el albergue y casi llegaba la hora de apagar las luces, es cuando comenzaba el pequeño ritual de Héctor. El joven abría despacio su mochila, sacaba su botella de agua y se tomaba su pastilla. Después, cogía su pequeña libreta negra, sin ningún adorno. Héctor
escribía apenas unas líneas, a modo de resumen del día y acababa con algo por lo que dar las gracias. Verle pensar antes de coger el bolígrafo era algo que a Martín le fascinaba.
Aquel habitáculo que compartían entre papeles, credenciales, postales y pulseras se convirtió en su pequeño mundo. Martín nunca hizo por ver su libreta, simplemente le llamaba la atención aquel ritual y le gustaba pensar también a él cómo había ido el día. A veces cuando ya veía que Héctor cerraba
el cuaderno, comenzaban una breve conversación preguntando por algún peregrino concreto o comentaban algún chascarrillo. Otras veces apenas era un tímido “¡cómo ha llovido hoy!” o “¡qué sucios estaban los baños!”, pero ese repaso empezó a formar parte del ceremonial. Héctor pasó de imaginar la vida de los viajeros y se atrevió a preguntar y entablar pequeñas conversaciones, que luego le comentaba a Martín por la noche. Que si Rosa acaba de comenzar a andar y va sola porque necesita tiempo para pensar, que si Juan ha hecho ya más de diez veces el Camino de Santiago, que cómo tenía de mal los pies Carmen que habían tenido que ir al centro de salud, que Nacho se tomó algo para la espalda y se acostó nada más llegar al albergue, que Virginia había preparado macarrones para toda la familia….Un montón de anécdotas que Héctor le contaba sonriendo y Martín escuchaba con atención.
Aquella noche, al acabar su resumen diario, Martín no pudo remediar ver cómo había acabado su agradecimiento con un solo nombre: Juana. Al día siguiente, cuando ya todos se habían marchado y empezaba su duro trabajo de adecentar el albergue para los siguientes peregrinos, Héctor se dio cuenta de que en el suelo se había caído una pulsera. Enseguida supo que era la de Juana porque estuvo un buen rato viendo todos los souvenirs que vendían en el albergue, pero no compró nada. Ese fue el momento que Héctor aprovechó para hablar un poco con ella. Juana le dijo que no quería más
pulseras porque ya tenía una. Le enseñó su muñeca, la que llevaba puesta era un modelo antiguo y descolorido. Juana le contó que era de su madre, de cuando ella había hecho el camino de Santiago hacía muchos años, y que se la había regalado cuando ella también empezó esta aventura. Apenas hablaron nada más, Juana parecía tan tímida como él, pero Héctor comprendió que había un valor simbólico. La joven acabó diciéndole que era la manera que tenía de mandarle fuerza.
Y ahora, él tenía esa pulsera olvidada en su mano. No tenía cómo localizar a Juana, así que sin pensar salió corriendo a la calle a ver si todavía alcanzaba al grupo. Su intento fue en vano y volvió al albergue empapado y frustrado. Martín le miraba atónito sin comprender su actitud.
Héctor cogió entonces su bicicleta y se fue en medio de la lluvia. Ese día no trabajó y, aunque Martín estaba enfadado, entendía que tenía que haber una razón muy poderosa. Héctor pedaleaba con fuerza, apenas veía el paisaje, mientras intentaba recordar su pequeña conversación con Juana. Lamentó no haberle preguntado más cosas, qué etapas iban a realizar o dónde iban a alojarse para poder tener un sitio donde ir a su encuentro. Volvió apesadumbrado al albergue de Paradela, sin rastro del grupo de Juana. No le quedó más remedio que contarle todo a Martín. No era una simple pulsera. Eso lo entendió enseguida, y también que para Héctor era la oportunidad de volver a verla.
Sin tener más datos, sin haberla encontrado por el Camino, no tenían muchas opciones. Pero para asombro de Héctor, al encargado se le ocurrió otra solución: ir al final del Camino.
Era una locura, ¿cómo iba a encontrarla?
De pronto, Héctor recordó que Juana le dijo que llegarían a Santiago de Compostela en una semana y que sería un día especial porque era su cumpleaños. ¿Y si iba allí a esperarla?
Martín le animó a emprender esa aventura. Sabía el día y el lugar, no necesitaba nada más. Sólo tenía que viajar y esperar en la Plaza del Obradoiro hasta que viera llegar al grupo. A Héctor no le parecía tan sencillo como él lo pintaba, pero si quería demostrarse a sí mismo que había mejorado, ésta era la
oportunidad perfecta.Así que, aunque los nervios le comían por dentro, siete días después estaba realizando el viaje más importante de su vida. La cabeza le iba a mil por hora pensando en todas las posibilidades. Pero ya no tenía vuelta atrás. Estaba decidido a comprobar si ese disparate merecía la pena.
Así que allí se vio, contemplando la preciosa Catedral, como si fuera un peregrino más. Era un día nublado y empezaban a caer unas pequeñas gotas. Héctor intentó resguardarse de la lluvia, pero no quería ir muy lejos. Lo peor fue la espera, mandando mensajes a Martín, escudriñando los grupos …hasta que les vio aparecer.
Héctor echó a correr entre la multitud en cuanto distinguió a Juana. Pero se paró de pronto. ¿Y si no se acordaba de él? Era lo más lógico, al final y al cabo apenas habían compartido unas horas, una etapa como tantas otras. Desde entonces, se habrían quedado en muchos más alojamientos, habría conocido a mucha gente. Seguro que ella no sabía en qué momento había perdido la pulsera. Héctor intentó apartar esos pensamientos negativos mientras caminaba hacia el grupo que justo cantaba el cumpleaños feliz. El joven agarró con fuerza la pulsera y esperó apartado. Se estaban haciendo fotos, abrazándose, riendo, llorando…no quería estropear ese momento. Y casi sin pensarlo, avanzó unos pasos y se vio allí en medio del círculo, detrás de la protagonista. Héctor llevaba su talismán en la mano, como si fuera la última llave que abre la puerta, su carta de presentación. Volvieron otra vez la incertidumbre y la desconfianza. No se acordaría del chico del albergue de Paradela, hacía ya una semana. Temblaba, hacía tiempo que no estaba tan nervioso. Estaba seguro que todos oían los latidos de su corazón cuando tocó el hombro de Juana. Ella se volvió y le vio. Se quedó parada, una mezcla de sorpresa, asombro, ilusión…No entendía nada, pero enseguida vio la pulsera. Muda, le sonrió tímidamente y le abrazó…y todas las dudas se disiparon con la lluvia.
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